Eugenio Espejo fue ciertamente un hombre de la Ilustración. Asimiló las ideas que los pensadores modernos echaban a circular desde Europa. Poseía una biblioteca apreciable. Se entusiasmaba con los nuevos libros. Y congregaba en su hogar pobre y solitario a los jóvenes de Quito, para explicar y comentar la doctrina de aquellos. Se lo consideraba un verdadero filósofo. Pero en su espíritu hallaban lugar no únicamente las ideas de su tiempo, sino también las de los clásicos. Estos ejercían sobre él mucho sugestión. Los citaba a cada paso. Y hasta prefirió la estructura de los diálogos a la manera de Luciano para exponer sus propias enseñanzas.
El caso de Espejo es de los más únicos de nuestra América: por su ancestro, por su condición social, por sus estudios, por su labor de investigación científica, por su labor en el periodismo. Por su crítica de la educación pública y de las instituciones españolas. Por su docencia estética, por su nítida comprensión de la realidad americana, por su empeño revolucionario, mantenido con el sacrificio de la propia vida, y llevado hasta los países vecinos con ánimo ejemplar.
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